Foto: El Pueblo Gallego |
Hablando con nuestros
viejecitos.
Los centenarios españoles
cuentan sus vidas a “La Voz”.
En la aldea de Reboreda vive
un matrimonio de centenarios. Entre los conyuges, su hijo y su nuera
suman trescientos treinta y ocho años.
Habiendo llegado hasta
mi noticias de que en la inmediata parroquia de Reboreda, una de las
pintorescas aldeas que abundan en esta región, a unos tres
kilómetros de distancia, y en el barrio llamado Asnelle de Arriba,
vivía un matrimonio centenario, cogí los bártulos fotográficos y
me dirigí a ese sitio con el propósito de obtener un retrato de los
centenarios y de interrogarles acerca de hechos culminantes de su
vida.
Llego al humilde
barrio, y al preguntar donde viven los viejos “Arabolas”, me
señalan una de las seis casas que hay allí. Contesta a mi llamada
una mujer de avanzada edad, y al exponerle el objeto de mi visita me
dice:
-Efectivamente, aquí
viven los viejos; pero se levantan tarde y dudo que pueda usted
realizar su propósito de retratarlos.
Ante mi declaración
de que esperaría todo el tiempo que sea preciso, la mujer que me
recibió accede a avisar a los centenarios, y oigo a la anciana que
dice:
-¡Vaya por Dios tener
que levantarnos ahora!
Poco después me
avisan que están preparados. Entro en una gran sala, y en el centro
veo a los dos viejos.
-¿Con que viene usted
a retratarnos?
-Si ustedes me lo
permiten...
-¿Y para qué quiere
usted nuestro retrato?
- Para mandarlo a LA
VOZ, un diario de Madrid que publica retratos y datos de los
centenarios que hay en España.
-Y, diga usted,
señorito: ¿Esto nos costará algo?
-No, señor: no les
cuesta nada. Al contrario, yo les regalaré un retrato, y hasta es
posible que el Gobierno o la Diputación les conceda una pensión.
-¡Ay señorito, falta
nos hace! Tenemos trabajado mucho desde que éramos jóvenes, y ya
estamos imposibilitados. Pero, anda Ramona, prepárate para que este
señor nos retrate, y estate muy quietecita para que salgas bien.
Cuando usted quiera don... ¿Cómo se llama usted?
-Mario
-Bueno, “don Amaro”,
cuando usted quiera.
-La anciana pide un
ramo de flores que hay encima de la cómoda, pues -dice- eso hará
muy bien en la fotografía.
Impresiono la placa
cuando ya están en la habitación con nosotros un hijo de los
ancianos y su mujer, que es la que me recibió a la llegada.
Al reanudar la
conversación pregunto a la anciana cual es su nombre.
-Ramona
Garrido Otero –contesta el marido, y añade-: Pregúnteme
a mi, porque ella pronuncia muy mal y no le entendería usted.
-¿Qué año nació y
dónde?
-Nació en San Martín,
la parroquia que se ve desde esa ventana, el día 5 de enero de 1824.
Ha cumplido, por tanto, ciento cuatro años; es tres años mayor que
yo... ¡Pero Balbina! –dice dirigiéndose a la nuera-, “bótalle”
una copa de vino a este señor, que tendrá sed. Verá lo bueno que
es, está hecho aquí en casa, de la poca cosecha que hemos tenido
este año.
-Y usted, ¿cómo se
llama?
-Manuel Rivas Montero.
-¿Dónde nació?
-En esta misma casa,
que era de mis padres y entonces no tenía más categoría que la de
una choza; yo la reedifiqué..., pero ya le contaré de eso.
-¿Qué año nació?
-El 27 de agosto de
1826.
-¿A qué edad se
casaron ustedes?
-Yo tenía veinte años
y ella iba a cumplir los veintitrés.
-¿Tuvieron ustedes
hijos?
-Sí señor; una niña,
que murió a los catorce meses, y un niño que es ese que está ahí-y
señalaba a su hijo-, de sesenta y seis años.
-¿Tuvo usted hermanos?
-Dos. Yo fui hijo único
del primer matrimonio, pues mi madre murió a los veintitrés años;
pero mi padre se casó de nuevo y nacieron dos varones.
Después nos refiere
Manuel que su padre murió a los noventa y siete años, y el de su
mujer a los ochenta y nueve. Dice también que han tenido siete
nietos, de los que viven tres; dos de ellos marcharon hace algunos
años al Brasil, tienen siete bisnietos.
-Y diga usted, ¿me
dará usted un periódico el día que “nos saquen”, para
mandárselo a los nietos?
-Sí señor, cuente
usted con ello.
-¿En qué ha trabajado
usted?
-Verá usted, cuando yo
tenía trece años fui a la finca próxima de Pousadouro, que es
donde trabajé por primera vez a jornal; a los dieciséis entré de
enfermero en el Hospital del Lazareto de San Simón; después pasé a
la cocina y allí trabajé nueve años; luego, a los treinta,
embarqué en Portugal para el Brasil, donde volví a trabajar de
cocinero; al regresar a España, con lo poco que ahorré reedifiqué
esta casa.
Le pregunto si bebe, y
contesta que siempre le ha gustado el buen vino, y el aguardiente del
país aún más.
-Y fumar, ¿ha fumado
mucho?
-¡Ca, no señor! Verá
usted, don “Amaro”-me dice riéndose-; una vez estando en el
Lazareto me dieron unos cigarros puros; me los fumé seguidos, porque
me gustaron mucho, y cogí una borrachera que me duró todo el día y
la noche. Desde entonces no he vuelto a intentar fumar.
Cuenta mi interlocutor
que durante cinco años estuvo ayudando a mandar ganado para una
guerra que hubo en Madrid, pero no sabe precisar más.
Nos dice Manuel que el
régimen alimenticio de él y su mujer es siempre a base de pescado
cocido y algunas papillas de harina de maíz.
Conservan los dos
todas sus facultades mentales, sobre todo él, como puede apreciarse
por el diálogo que transcribimos. Ella rehuye el hablar, porque dice
que se fatiga mucho. Tienen buena vista, y la cabeza cubierta de
pelo; él negro todavía.
Por no cansarles más,
me levanto para marcharme, y ofreciéndome otra “pintiña” me
dice Manuel:
-Oiga usted, señor. No
olvide usted decir en el periódico que me llaman el “Arabolas”,
y que este proviene de mis bisabuelos o más atrás.
Me despido de los
simpáticos centenarios. Salen hasta la puerta acompañados del hijo,
Jose Antonio Rivas, que tiene sesenta y seis años, y su esposa,
Valentina Blanco, de su misma edad. Entre los cuatro que habitan la
antiquísima casa suman la friolera de trescientos treinta y ocho
años.
MARIO L.
DE ROBLES
Redondela,
julio de 1928
Autor:
Juan Migueles
La Voz
(Madrid) 18-08-1928
NOTA: Más
Info: 19271227 El pueblo gallego
No hay comentarios:
Publicar un comentario