domingo, 26 de abril de 2020

Caridade

          La otra tarde, en una de estas playas de Redondela, escuché, de labios de un infeliz muchacho abandonado, una de esas grandes lecciones que en España da el pueblo a sus Gobiernos. Se trata de un chico de unos quince años, criado en el arroyo de nuestros barrios bajos de Madrid, analfabeto, desamparado, cojo, con una lesión de carácter tuberculoso en la rodilla. Simpático, hablador, con la listeza aparente de los niños de la calle, se asusta uno, sin embargo, al pensar que este desventurado no debe nada, nada, a la sociedad y a sus clases directoras... Allí estaba ahora entre nosotros, residuo de la ciudad grande, charlando, por sus pobres codos, mientras se ponía el sol, y la bahía, como una inmensa concha, brillaba con irisaciones de nácar.
         Pues bien; este adolescente, detenido y atado con otros infelices algo mayores que él, golfos o quincenarios, probablemente, se vio incluido en una de las llamadas conducciones ordinarias y llevado a lo largo de las polvorientas carreteras. Dice que rodó así durante meses; ahora, encerrado en las cárceles de los pueblos; ahora, cojeando de nuevo durante jornadas interminables. Lo cierto es que un día apareció en Redondela, conducido entre guardias con otros cuatro jóvenes, uno de ellos casi un niño también. Y entonces, el pueblo de Redondela reaccionó ante aquel espectáculo doloroso. Hay en esta villa, a pesar, pese a la labor enervadora de los gobernantes, un excepcional espíritu de ciudadanía y de humanidad. Esos cinco muchachos habían dormido en muchas cárceles de muchos pueblos, sin que nada ocurriese. Pero cuando aquí los vieron en el calabozo, cundió la noticia y se supo que entre ellos venía unn chico enfermo y lisiado, al que la dura conducción podía costar la vida, se produjo espontáneamente un movimiento de piedad y de protesta.
          Telegrafiaron indignados al ministro de la Gobernación y a los periódicos de Madrid. La Libertad se ocupó del caso. Apelaron a la opinión pública de toda España. Y consiguieron, por fin, dos días después, cuando ya los cinco conducidos andaban por Puenteareas o La Cañiza, que llegase la orden de ponerles en libertad. Aquellos pobres mozos se apresuraron a venir a Redondela, donde habían encontrado un poco de amparo y de simpatía. Se les atendió; se les ayudó. Uno está hoy colocado en Vigo en la clínica de un médico reputado. Y el más pequeño aquí quedó, protegido por todo el pueblo, en un ambiente de cariño, aprendiendo a leer y a escribir, y, en lo que permite su estado físico, aprendiendo también a trabajar honradamente. Aquí está hablando de la calle de Embajadores en la suave calma de una villa gallega, donde el pueblo una vez más ha dado su lección a los Gobiernos.
          Porque no hay que decirlo; quienes en esta población realizan ahora con un niño inválido esta obra de misericordia y de reparadora justicia son los sistemáticamente excluidos del favor oficial y perseguidos por el Poder. Lo bueno que se haga en Galicia y en toda España lo ha de hacer el pueblo, a pesar de los Gobiernos. O ejerce aquí el Estado su alta tutela pedagógica, su misión moderna de educación y dignificación social. El gobernante debiera ser un guía, un conductor de las gentes, el que marcha a la cabeza, delante, con la antorcha en la mano, aunque las masas vayan forzosamente quedándose más atrás. Se explica que en el fondo de la conciencia popular queden posos atávicos, turbios sedimentos de crueldad y de barbarie. Y es el Poder público el que desde la altura ha de servir de ejemplo y de estímulo para levantar el país. Mas aquí acaece todo lo contrario. Es el pueblo el que enseña el camino a sus Gobiernos, marchando delante, como la bíblica columna de fuego, a través de un desierto interminable, en medio de la oscura noche, cuando ni una luz sola brilla en lo alto ni ninguna constelación señala la ruta...
LUIS DE ZULUETA

Autor: Juan Migueles

BIBLIOGRAFÍA
19210804 La Libertad (Madrid)

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