La otra tarde, en una de estas playas de Redondela, escuché, de
labios de un infeliz muchacho abandonado, una de esas grandes
lecciones que en España da el pueblo a sus Gobiernos. Se trata de un
chico de unos quince años, criado en el arroyo de nuestros barrios
bajos de Madrid, analfabeto, desamparado, cojo, con una lesión de
carácter tuberculoso en la rodilla. Simpático, hablador, con la
listeza aparente de los niños de la calle, se asusta uno, sin
embargo, al pensar que este desventurado no debe nada, nada, a la
sociedad y a sus clases directoras... Allí estaba ahora entre
nosotros, residuo de la ciudad grande, charlando, por sus pobres
codos, mientras se ponía el sol, y la bahía, como una inmensa
concha, brillaba con irisaciones de nácar.
Pues bien; este
adolescente, detenido y atado con otros infelices algo mayores que
él, golfos o quincenarios, probablemente, se vio incluido en una de
las llamadas conducciones ordinarias y llevado a lo largo de las
polvorientas carreteras. Dice que rodó así durante meses; ahora,
encerrado en las cárceles de los pueblos; ahora, cojeando de nuevo
durante jornadas interminables. Lo cierto es que un día apareció en
Redondela, conducido entre guardias con otros cuatro jóvenes, uno de
ellos casi un niño también. Y entonces, el pueblo de Redondela
reaccionó ante aquel espectáculo doloroso. Hay en esta villa, a
pesar, pese a la labor enervadora de los gobernantes, un excepcional
espíritu de ciudadanía y de humanidad. Esos cinco muchachos habían
dormido en muchas cárceles de muchos pueblos, sin que nada
ocurriese. Pero cuando aquí los vieron en el calabozo, cundió la
noticia y se supo que entre ellos venía unn chico enfermo y lisiado,
al que la dura conducción podía costar la vida, se produjo
espontáneamente un movimiento de piedad y de protesta.
Telegrafiaron
indignados al ministro de la Gobernación y a los periódicos de
Madrid. La Libertad se ocupó
del caso. Apelaron a la opinión pública de toda España. Y
consiguieron, por fin, dos días después, cuando ya los cinco
conducidos andaban por
Puenteareas o La Cañiza, que llegase la orden de ponerles en
libertad. Aquellos pobres mozos se apresuraron a venir a Redondela,
donde habían encontrado un poco de amparo y de simpatía. Se les
atendió; se les ayudó. Uno está hoy colocado en Vigo en la clínica
de un médico reputado. Y el más pequeño aquí quedó, protegido
por todo el pueblo, en un ambiente de cariño, aprendiendo a leer y a
escribir, y, en lo que permite su estado físico, aprendiendo también
a trabajar honradamente. Aquí está hablando de la calle de
Embajadores en la suave calma de una villa gallega, donde el pueblo
una vez más ha dado su lección a los Gobiernos.
Porque
no hay que decirlo; quienes en esta población realizan ahora con un
niño inválido esta obra de misericordia y de reparadora justicia
son los sistemáticamente excluidos del favor oficial y perseguidos
por el Poder. Lo bueno que se haga en Galicia y en toda España lo ha
de hacer el pueblo, a pesar de los Gobiernos. O ejerce aquí el
Estado su alta tutela pedagógica, su misión moderna de educación y
dignificación social. El gobernante debiera ser un guía, un
conductor de las gentes, el que marcha a la cabeza, delante, con la
antorcha en la mano, aunque las masas vayan forzosamente quedándose
más atrás. Se explica que en el fondo de la conciencia popular
queden posos atávicos, turbios sedimentos de crueldad y de barbarie.
Y es el Poder público el que desde la altura ha de servir de ejemplo
y de estímulo para levantar el país. Mas aquí acaece todo lo
contrario. Es el pueblo el que enseña el camino a sus Gobiernos,
marchando delante, como la bíblica columna de fuego, a través de un
desierto interminable, en medio de la oscura noche, cuando ni una luz
sola brilla en lo alto ni ninguna constelación señala la ruta...
LUIS DE ZULUETA
Autor:
Juan Migueles
BIBLIOGRAFÍA
19210804 La Libertad (Madrid)
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